En el 264 a. C. estalló la Primera Guerra Púnica tras un confuso enfrentamiento entre las legiones romanas del cónsul Apio Claudio, y las fuerzas aliadas de Hierón de Siracusa y los cartagineses al mando de Hanón. La guerra se extendería por cerca de veintitrés años por el control de Sicilia, drenando los recursos de cartagineses y romanos, que lucharon incansablemente por tierra y mar, viendo algunas de las victorias y desastres más grandes de sus respectivas historias. Esta es la historia de la Primera Guerra Púnica.

En el 264 a. C. el senado romano respondió a una embajada mamertina pidiendo ayuda contra Hierón de Siracusa en Sicilia. Los mercenarios mamertinos se había hecho con la ciudad de Mesina décadas atrás, y ante la presión de Hierón de Siracusa, que buscaba hacerse con la ciudad, estos le pidieron protección a los cartagineses, quienes enviaron una guarnición para defenderlos. En algún punto, los mamertinos concluyeron que los cartagineses no eran los mejores aliados, y enviaron una embajada a Roma para conseguir su protección. Luego de meses de debate en el senado, los romanos decidieron enviar un ejército a Sicilia mientras que la guarnición cartaginesa era expulsada de la ciudad. El cónsul Apio Claudio cruzó el estrecho de Mesina mientras cartagineses y siracusanos se aliaban para hacerse con la estratégica ciudad. Lo que siguió fueron dos días de confusos choques, donde los romanos pusieron en fuga al ejército siracusano primero, y al día siguiente al cartaginés, propiciando el inicio de la Primera Guerra Púnica, una guerra que ni Roma ni Cartago buscaban.
Se ha escrito mucho sobre este episodio, y se han tratado de encontrar muchas explicaciones al actuar romano ya que no hay un contexto o antecedentes que le den mucho sentido. Antes del 264 a. C. romanos y cartagineses jamás habían tenido encuentros bélicos ni disputas territoriales o diplomáticas. Al contrario, existe evidencia de que ambos pueblos tenían buenas relaciones hasta el abrupto estallido de la guerra. El historiador griego Polibio da cuenta de tres tratados entre Cartago y Roma. El primero datando del 508 a. C., estipulaba las zonas comerciales exclusivas de Cartago, en las cuales los romanos no tenían derecho a hacer negocios (Cerdeña, África y el oeste de Sicilia), así como la prohibición de atacar ciudades aliadas a alguno de los dos pueblos, entre los cuales se estableció que había una paz oficial (Pol. 3. 22. 1-13).
El segundo tratado entre Cartago y Roma se dio en el año 348 a. C., y en este se presentaban cláusulas similares en cuanto a lo militar, añadiendo las ciudades de Útica y Tiro bajo la protección cartaginesa. En cuanto a los aspectos económicos, hay un giro radical ya que los cartagineses estipularon que los romanos podían desarrollar actividades comerciales en territorio cartaginés siempre que se atuviesen a sus leyes, y lo mismo para los cartagineses en territorio romano (Pol. 3. 24. 12), lo cual da cuenta de las buenas relaciones que mantenían las elites de ambos pueblos.
El tercer y último tratado entre Cartago y Roma se registra en el 278 a. C., con ocasión de la invasión del rey Pirro a Italia. En este se estipulaba que se renovaban las cláusulas del tratado anterior, y se añadía un protocolo para establecer una alianza militar contra Pirro, quien ahora tenía Sicilia y los dominios cartagineses puesta en la mira. En esta, los cartagineses se comprometían a aportar con una flota y los romanos con un ejército en caso de ser necesario (Pol. 3. 25. 1-5). Aunque esta alianza nunca llegó a concretarse, llama la atención que catorce años después ambos pueblos hayan chocado en una destructiva guerra que perduró por cerca de veintitrés años.
El profesor Dexter Hoyos (Mastering the West. Rome and Carthage at War, 2015) plantea que cuando el senado romano aceptó acudir en ayuda de los mamertinos y envió un ejército a Sicilia, lo que realmente buscaba era luchar contra Hierón de Siracusa. El principal argumento de Hoyos recae en que Roma tardó cuatro años en levantar una flota para combatir contra el poderío naval cartaginés, y que si hubiese estado planeando anticipadamente una guerra contra Cartago, la flota habría sido una de las prioridades del senado romano. Como sea, el hecho es que luego de cruzar a Sicilia con su ejército, el cónsul Apio Claudio atacó a las tropas siracusanas que asediaban Mesina, y al día siguiente atacó al ejército cartaginés, que luego de sufrir pérdidas se retiró a los dominios controlados por Cartago en el oeste de la isla.
Es muy probable que tanto romanos como cartagineses pensaran que el hecho iba a quedar ahí en vez de convertirse en una guerra de larga duración, o que las elites de ambos pueblos hayan visto posibles beneficios económicos y políticos en llevar adelante la guerra. La idea de que estas acciones fueron preventivas también es muy popular. Así, Roma habría buscado atajar la expansión cartaginesa en el este de Sicilia, vista como un posible paso para una futura invasión de Italia, y por su parte los cartagineses, luego de la incursión de Apio Claudio frente a las murallas de Mesina, habrían buscado refrenar la creciente influencia romana en la isla. Hay que tener en cuenta que para la época Cartago era la principal potencia del Mediterráneo occidental, y sus gobernantes miraban con cautela la consolidación del poder romano en Italia, que cada vez comenzaba a extender más su influencia fuera de la península.

Los romanos se centraron en reducir las fuerzas siracusanas en lo que quedaba del 264 a. C. Al año siguiente, Hierón solicitó formalmente la paz, y los romanos se dedicaron a penetrar en territorio cartaginés en el oeste de la isla y llevar a cabo algunos saqueos. Para el año 262 a. C., Cartago comenzaba a reaccionar y movilizar tropas hacia la isla. La respuesta de Roma fue poner sitio a Agrigento, aliada de Cartago, y saquear la ciudad, demostrando la agresividad con la que estaba dispuesta a manejar la guerra. Por su parte, los cartagineses estaban a la defensiva, atrincherados en las ciudades de Panormo, Lilibeo y Drepana, y también organizaron algunas expediciones menores de saqueo por las costas del sur de Italia, pero no hicieron mayores movimientos contra las legiones romanas en la isla.
Para el año 260 a. C., ambos pueblos estaban listos para medir sus fuerzas frente a frente. Roma había levantado la primera flota de su historia y sus buques comenzaban a navegar junto a las costas orientales de Sicilia. La batalla de Lípari fue el primer enfrentamiento naval de la guerra y supuso una contundente victoria cartaginesa, con el total de la flota romana siendo hundida o capturada junto al cónsul Cneo Cornelio Escipión. Ese mismo año se dio un segundo enfrentamiento naval, la batalla de Mylae, donde se enfrentaron cerca de cien buques romanos a unos ciento treinta cartagineses. Los romanos obtuvieron una contundente victoria al emplear un novedoso método para abordar los buques cartagineses y permitirle maniobrar a su infantería, el corvus, una especie de pasarela montable que se dejaba caer sobre la cubierta enemiga, enganchándose a esta gracias a ganchos que tenía en su extremo (se puede apreciar en la portada de este artículo). De esta forma capturaron y hundieron cerca de cincuenta buques enemigos.
Con esta victoria los romanos entraron en una especie de racha. A Mylae siguieron las victorias romanas en las batallas navales de Sulci, en Cerdeña (258 a. C.), y Tíndaris, al norte de Sicilia (257 a. C.), donde la guerra se había estancado sin ver mayores acciones salvo escaramuzas y asedios infructuosos. Para entonces los romanos ya estaban planeando trasladar el centro de la guerra al corazón de las tierras cartaginesas: África. Levantaron una masiva flota y en el 256 a. C., esta se enfrentó a las fuerzas cartaginesas en la batalla naval de Ecnomo, al sur de Sicilia. Los romanos obtuvieron una nueva y contundente victoria que despejó las aguas para continuar con la invasión de África. Ese mismo año, el ejército romano desembarcó en el noreste del Cabo Ermeo (actualmente el Cabo Bon, en Túnez) y se dedicó a devastar la zona para finalmente sitiar la ciudad de Aspis. Luego de capturarla y saquearla, la mitad del ejército romano junto a uno de sus cónsules (Lucio Manlio) partió con la flota a Roma para dar cuenta de las noticias y distribuir el botín, mientras que el otro cónsul, Atilio Régulo, se quedó en África para seguir ejerciendo presión sobre los cartagineses con cerca de 15.500 hombres.
Régulo siguió avanzando y devastando África, hasta acercarse peligrosamente a la ciudad de Cartago. Ahí los cartagineses les salieron al encuentro con un ejército mal entrenado que fue puesto en fuga al primer enfrentamiento (batalla de Adis), abriéndole el paso al cónsul romano hacia la propia Cartago. Tomó el poblado de Túnez, a solo dieciséis kilómetros de Cartago, y envió embajadores a la ciudad a imponer términos de paz. Pero estos eran tan duros, que los cartagineses decidieron rechazarlos y comenzar a reclutar un nuevo ejército trayendo mercenarios desde todos los rincones del Mediterráneo. Uno de estos mercenarios, espartano y de nombre Jantipo, fue puesto a cargo del entrenamiento del nuevo ejército, luego de haber sido escuchado en el campamento jactándose de que sabía cómo lidiar con los romanos con los recursos que tenía Cartago. Y Jantipo no defraudó a las autoridades de la ciudad.

El nuevo ejército cartaginés comandando por Jantipo se enfrentó a las legiones del cónsul Atilio Régulo en el 255 a. C. en la batalla de los Llanos del Bagradas. Las fuerzas cartaginesas estaban compuestas por unos 12.000 soldados de infantería, 4.000 de caballería y 100 elefantes que Jantipo dispuso en primera línea, para cargar directo contra el ejército romano, compuesto por unos 15.000 soldados de infantería y unos 500 de caballería. El resultado de la embestida inicial de los elefantes, ejecutada con precisión por Jantipo, hizo que el centro del ejército romano colapsase, mientras que su caballería era puesta en fuga, dejando su retaguardia descubierta. Para el final del día, la victoria cartaginesa era total. Solo unos 2.000 romanos habían logrado escapar, al luchar tan valientemente que superaron el ala derecha del ejército cartaginés y se alejaron del campo de batalla al ponerlos en fuga. Solo 500 fueron hechos prisioneros, entre ellos el cónsul Atilio Régulo, quien el año anterior había tratado de imponer condiciones de paz humillantes para los cartagineses. El resto murió en el campo de batalla.
Los romanos sobrevivientes se refugiaron en Aspis y al año siguiente fueron recogidos por una nueva flota enviada desde Roma, la cual fue interceptada en las costas de África por una flota cartaginesa más pequeña, y que se vio incapacitada de hacer daño a los romanos, quienes sin siquiera esperarlo, obtuvieron una nueva y contundente victoria que destruía la posibilidad de Cartago de pasar a llevar la iniciativa en la guerra (batalla del Cabo Ermeo, 255 a. C.). Aun así, no todo serían buenas noticias para los romanos, pues en su navegación de regreso a Italia una tormenta atrapó la flota destruyendo 284 buques, casi la totalidad de esta, lo que a su vez supuso otro gran revés para los romanos en la guerra.
Así las cosas, los romanos habían fracasado estrepitosamente en su intento por llevar la guerra a África, sufriendo la aniquilación de su ejército y la pérdida de un cónsul, pero de momento habían barrido con el control cartaginés de los mares del Mediterráneo occidental, lo que los ponía en una mejor posición para seguir consolidando su poder en Sicilia, donde volvió a trasladarse el escenario de la guerra, principalmente en el oeste de la isla.
Para el año 255 a. C. los cartagineses prepararon una nueva ofensiva desde sus enclaves occidentales y con un ejército asediaron y recapturaron la ciudad de Agrigento, que había sido conquistada al inicio de la guerra por los romanos. Para evitar que volviera a caer en manos del enemigo, la arrasaron. Por su parte, en el 254 a. C. los romanos tomaron desprevenidos a los cartagineses, y engañándolos haciéndoles pensar que su flota se dirigía a Drepana, hicieron un desembarco sorpresa frente a las murallas de la ciudad de Panormo, hasta entonces la capital cartaginesa en Sicilia. Así como la derrota de Régulo en África había significado un duro golpe para Roma, la pérdida de Panormo en Sicilia para los cartagineses representaba una penuria similar.
En el 250 a. C. los cartagineses intentaron retomar la ciudad por tierra, pero los romanos les salieron al encuentro y los derrotaron en la batalla de Panormo. Así, la que antes era la capital cartaginesa en la isla seguía en poder romano, y el dominio cartaginés quedó reducido a las ciudades costeras de Lilibeo y Drepana.
Al año siguiente, manteniendo la iniciativa en la guerra, los romanos levantaron una nueva flota de doscientos barcos y asediaron por tierra y mar Lilibeo sin mayor éxito, finalmente limitándose a tratar de mantener un bloqueo sobre la ciudad, mientras que los cartagineses enviaban ayuda constantemente desde Drepana. Entonces los romanos decidieron hacer un intento de asalto contra la ciudad costera de Drepana. Para eso, su comandante hizo salir una noche a la flota romana de la bahía de Lilibeo y avanzar hasta la ciudad de Drepana con la intención de tomar por sorpresa a los cartagineses. Pero estos se vieron advertidos y su general Aderbal fue capaz de organizar y movilizar su flota con rapidez para hacerla salir del puerto, aun en la oscuridad, y sin que los romanos lo supieran. Al entrar en el puerto de Drepana, los romanos lo encontraron vacío, a la vez que se daban cuenta que la línea de buques cartagineses comenzaba a formar en su retaguardia, bloqueándoles la salida. La batalla se extendió durante el día siguiente y supuso una victoria total para los cartagineses, que destruyeron a la flota romana.
Para el 248 a. C. los cónsules aun tenían buques a su disposición y utilizaban los puertos de Siracusa (ahora aliada de los romanos) como base de operaciones. Luego de la victoria cartaginesa en Drepana, Aderbal envió a su lugarteniente Cartalo hacia Siracusa con una flota de cuarenta barcos con la intención de atacar a los romanos. Esta batalla, si cabe llamarla así, resulta extraña pero fascinante a la vez ya que Cartalo utilizó su maniobrabilidad, experiencia, y los elementos del mar, para derrotar a los romanos sin tener que atacarlos. Más bien, fue capaz de sorprenderlos y maniobrar entre los dos cuerpos principales de buques romanos, haciéndose con la bahía segura de la zona. Los romanos, divididos y cada vez más alejados por la corriente, no pudieron reunir sus fuerzas, y a medida que se alejaban en alta mar, una tormenta prevista por Cartalo hizo el resto, barriendo con ambas flotas (batalla de Phintias, 248 a. C.). En los años siguientes Cartalo parece haber comandado algunas expediciones de pillaje a las costas italianas, pero luego se le pierde el rastro a él y a Aderbal, dos generales que supieron propiciarles duras derrotas a los romanos. De la misma forma, las flotas cartaginesas, que comenzaban a imponerse a las romanas, desaparecen de la escena o son reducidas drásticamente, quizás por los altos costos de mantenerlas activamente por mucho tiempo.
Así las cosas, el estado de la guerra volvió a concentrarse en el oeste de Sicilia, específicamente alrededor de los enclaves cartagineses de Lilibeo y Drepana, que soportarían constantes asedios hasta el fin del conflicto en el 241 a. C. Es en esta época que aparece el famoso general Amílcar Barca, padre del aún más celebre Aníbal, quien fue nombrado general del ejército cartaginés en Sicilia en el 247 a. C. y se mantuvo en esa posición hasta el final de la guerra. Amilcar operó en las zonas montañosas ubicadas entre Lilibeo y Drepana, llevando a cabo una guerra de guerrilla contra las fuerzas romanas que asediaban ambas ciudades. Los romanos, que se habían quedado sin una flota luego de la derrota ante Cartalo, solo podían cercar y cortar la entrada de suministros a las ciudades por tierra, lo que explica que los asedios se prolongaran por tantos años. Por su parte, Amílcar llevó a cabo algunas expediciones de saqueo hacia las costas italianas y trató constantemente de aliviar la presión sobre ambas ciudades, pero no fue capaz de llevar a cabo ninguna acción decisiva contra los romanos. El general cartaginés no solo tuvo problemas para imponerse a las fuerzas romanas en los constantes choques, sino que además tuvo que lidiar de forma reiterada con el problema del retraso de las pagas de sus soldados. Definitivamente para este punto Cartago estaba exhausta económicamente.
En el lado romano, la presión sobre las arcas fiscales y las distintas comunidades de Italia, sometidas a constantes reclutamientos, también era considerable, y en el senado pronto comenzó a tomar fuerza la idea de levantar una nueva flota con la que finalmente poder cerrar el cerco sobre las ciudades de Lilibeo y Drepana, y expulsar a los cartagineses de Sicilia. En el 242 a. C., la nueva flota romana se presentó en los puertos de ambas ciudades y cortó sus conexiones marítimas con Cartago. Los cartagineses reaccionaron ensamblando una flota aún más numerosa que fue enviada al año siguiente con suministros y dinero para ambas ciudades y el ejército que comandaba Amílcar, pero la flota romana la interceptó cuando navegaba junto a la costa occidental de Sicilia. La flota cartaginesa iba cargada con suministros, con sus mástiles instalados sobre las cubiertas y con tripulaciones con falta de experiencia en alta mar, y no pudieron hacer frente a los barcos más ligeros de los romanos, que capturaron o hundieron cerca de la mitad de los buques cartagineses. Los que lograron escapar al desastre regresaron a Cartago, sin poder aliviar la presión sobre Lilibeo, Drepana y el ejército. Los romanos, luego de esta victoria en la batalla de las islas Egadas (241 a. C.), resumieron el asedio de las Drepana y Lilibeo con todas sus fuerzas, capturando al poco tiempo esta última.

Eso fue todo para los cartagineses. Sin tener recursos para pagar al ejército de Amílcar o levantar una nueva flota con la que enviarle suministros, solicitaron la paz a los romanos en el 241 a. C. El cónsul Lutacio, a cargo de las legiones en Sicilia, fijó términos que los cartagineses consideraron aceptables, pero el senado romano no ratificó el tratado e impuso términos aun más duros sobre Cartago: en vez de pagar dos mil doscientos talentos en un plazo de veinte años y evacuar la isla de Sicilia, ahora debían pagar tres mil doscientos talentos en diez años y evacuar no solo Sicilia, sino que todas las islas de los alrededores (Pol. 1. 63. 1-3). Los cartagineses no tuvieron más remedio que aceptar las nuevas condiciones impuestas por Roma, dando fin así a la guerra después de casi veintitrés años.
Para Roma, esto supuso ganar de forma definitiva su primera región fuera de sus dominios en Italia: la isla de Sicilia con sus grandes fuentes de producción de grano. Eso, más el ingreso de dinero constante debido al pago cartaginés por las indemnizaciones de guerra, estabilizó la ciudad luego de haber estado al borde de la banca rota. En Cartago, en cambio, el panorama vino a ser una extensión de lo que sufrieron las fuerzas cartaginesas en los últimos años en Sicilia: el ejército de Amílcar Barca, que había soportado retrasos en sus pagas por años, fue obligado por el tratado a evacuar la isla y navegar de regreso a África, donde exigieron a las autoridades de Cartago el pago de todo lo debido por los años de guerra al servicio de la ciudad. Los cartagineses simplemente no tenían dinero para satisfacer sus demandas, y ese mismo año, en el 241 a. C., estalló la Guerra de los Mercenarios en África, donde Cartago debió enfrentarse a su propio ejército, amotinado tras los años impagos.
Así, la situación para Cartago se volvió crítica luego de la derrota en la Primera Guerra Púnica, y la situación solo vino a estabilizarse cuando Amílcar Barca logró derrotar definitivamente al ejército de mercenarios en el 238 a. C., luego de tres años de cruenta guerra (por eso es conocida popularmente como la guerra inexpiable, ya que ambos bandos cometieron todo tipo de crueldades contra el otro).
Las explicaciones de la victoria romana en esta guerra se pueden encontrar fácilmente viendo lo que sucedió en Cartago en los años posteriores a la guerra. Tan exhausta estaba económicamente, que inmediatamente después de firmar la paz con los romanos, su ejército decidió no seguir aguantando los atrasos en los pagos acumulados y se levantaron en armas con el fin de apoderarse de la ciudad misma. Ese era el estado de las cosas en Cartago en los años finales de la guerra contra Roma. En el caso romano, las cosas eran similares, y si sus generales no hubiesen sorprendido a la flota cartaginesa en la batalla de las islas Egadas, quizás habrían sido ellos los que solicitasen la paz al tiempo, ya que tampoco estaban en condiciones de mantener la guerra por mucho tiempo más.
Por otra parte, el hecho de que Amílcar Barca se haya mantenido como general en Sicilia por seis años sin recibir refuerzos o que llegasen nuevos generales a la isla da cuenta de que en la propia Cartago no habían hombres capacitados o motivados a solicitar el cargo y tratar de continuar la guerra de forma favorable para su pueblo. En ese sentido, da la impresión de que en los últimos años de guerra tanto Roma como Cartago estaban esperando que el otro cometiera el último error que lo llevara al límite. Y Roma tomó la iniciativa en el 241 a. C. al destruir la última flota cartaginesa en las islas Egadas, consolidándose como una nueva potencia en el Mediterráneo occidental.
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