Escapando de Roma
Una biografía de la vida en el exilio de Aníbal, el gran general cartaginés.
Aníbal es uno de los generales más famosos de la Historia, fama que adquirió en gran medida debido a sus aplastantes victorias en el campo de batalla contra los romanos, el eterno rival. Trebia, Trasimeno, Cannae o Herdonia, son todas batallas cuyos épicos registros han sobrevivido al paso del tiempo, inmortalizando las hazañas del gran general cartaginés. Tan impresionantes fueron sus logros militares, que estos terminaron desplazando el interés por la vida del general luego de su incansable lucha contra Roma. En su exilio, sus rastros comienzan a disgregarse, pero algo puede rescatarse para construir la última etapa de la vida de Aníbal.
En general, cuando se habla de Aníbal (247-183 a. C.) se suele hacer enfoque en su invasión de Italia y la guerra contra Roma (Segunda Guerra Púnica). Todo lo demás queda eclipsado por este épico período de su vida. El cruce de los Alpes en invierno con un ejército que incluía elefantes y sus aplastantes victorias sobre los romanos durante sus quince años en Italia cimentaron su legado. El romano Cornelio Nepote, quien escribió una biografía de Aníbal, lo presenta como el general más grande de todos los tiempos (An. 1. 1). Con ese antecedente, es fácil comprender que el interés historiográfico por la vida de Aníbal siempre se haya enfocado en su guerra contra Roma, algo que se replica hasta hoy en día.
Pero Aníbal siguió viviendo una vida llena de desafíos, victorias épicas y derrotas, luego de la guerra contra Roma, y es en ese período de su vida en el que me quiero enfocar en este artículo. Inicialmente lo visualicé como una biografía completa de su vida, pero debido precisamente a que ya hay grandes trabajos que narran la vida de este legendario general de la Antigüedad, es poco lo novedoso que puede decirse de sus años de vida durante su lucha contra Roma. En cambio, me parece que el período de la vida de Aníbal que se inicia a partir de la derrota de Cartago ante Roma y su posterior exilio siguen reflejando la naturaleza e impacto que tuvo Aníbal no solo en Cartago y Roma, sino que en todo el Mediterráneo y en particular en el mundo helenizado.
Entonces, ¿qué fue de Aníbal después de su guerra con Roma? Quizás para responder eso lo mejor es partir por Zama, la última batalla de la Segunda Guerra Púnica y la primera derrota de Aníbal en una batalla campal. Aníbal logró escapar del desastre que significó esa derrota para él y para Cartago, con algunos pocos hombres leales, con quienes cabalgó en dirección a Hadrumento, ciudad que quedaba al sur de Cartago. Desde ahí, esperando el momento adecuado para no ser interceptado por tropas romanas, viajó hasta Cartago, donde se presentó ante el senado e instó a los senadores a rendirse ante Roma y aceptar términos de paz (Polib. 15. 19. 1-3).
Para el 202 a. C. Cartago y Roma habían dejado sus diferencias atrás con la imposición de un humillante y restrictivo tratado de paz para los cartagineses. El tratado incluía la prohibición de hacer la guerra con cualquier otro pueblo sin la aprobación del senado romano, la destrucción de su flota de guerra salvo por diez buques, la limitación de su territorio a África (actual Túnez) y el pago de una indemnización en un plazo de cincuenta años, entre otras condiciones menores (para ver el tratado en detalle se puede revisar Livio, 30. 37. 1-6). En ese escenario, Aníbal regresaba a vivir a Cartago después de treinta y cinco años, sin ser por primera vez en su vida adulta, el general a cargo de un ejército o de una guerra que luchar. Ahora, Aníbal era un simple civil en Cartago, un cartaginés, aunque nadie en la ciudad, ni siquiera sus más acérrimos rivales, habría podido negar que era el cartaginés más famoso de su tiempo, y quizás de toda la historia de su ciudad.
No se sabe mucho de la vida de Aníbal durante los siguientes años, hasta que en el 196 a. C. fue electo suffete, el cargo civil más alto en la administración del estado cartaginés. Aurelio Víctor asegura que durante los años previos a ser electo, Aníbal utilizó sus veteranos de guerra en trabajos de infraestructura pública en Cartago y sus alrededores y en la plantación de olivos (De Caes. 37. 2-3), quizás precisamente como una forma de buscar el apoyo popular en futuras elecciones a la vez que mantenía a sus soldados ocupados. Como sea, en el 196 a. C. Aníbal fue electo como suffete y quedó a la cabeza del estado cartaginés.
La mejor fuente para este período de la época de Aníbal es sin duda Tito Livio. Livio cuenta que como suffete, Aníbal implementó una serie de reformas al sistema político que buscaban solucionar los problemas de concentración de poder por parte de la aristocrácia, y la corrupción que había entre sus líneas debido a la impunidad que les otorgaba el sistema. En particular, estas reformas habrían estado destinadas a eliminar cargos vitalicios en el sistema judicial y abrir este a elecciones democráticas anuales. La fuerte fiscalización de las arcas estatales también habría sido parte de su programa (33. 46-47), ayudando a revitalizar la economía de Cartago, fuertemente golpeada por la indemnización de guerra que debía pagar a Roma.
Para el 195 a. C., año en que acabó el suffetato de Aníbal, la oposición hacia él por parte de los grupos aristocráticos que habían visto minado su poder con las reformas implementadas decidió que era momento de deshacerse de Aníbal de una vez por todas. Aquí subyace un pensamiento muy cínico en la forma de hacer política cartaginesa, dominada por facciones o clanes familiares altamente competitivos entre ellos por las cuotas de poder. El clan de los Barcidas siempre tuvo una fuerte oposición en el senado cartaginés, y desde el momento en que la derrota ante Roma fue una perspectiva real, muchos senadores cartaginese se desmarcaron de los Barca para acusarlos como los principale instigadores de la guerra contra los romanos, eximiéndose a sí mismos de cualquier grado de responsabilidad. En esa misma línea, los opositores a Aníbal siempre estuvieron dispuestos a entregarlo a Roma con tal de no sufrir ellos las represalias de la derrota. Cuando vieron que Aníbal, ahora como político, comenzaba a minar sus propias fuentes de poder, reactivaron esa vieja lógica de desmarcarse de él ante los romanos, y acudieron a ellos para que lo capturasen y enviasen a Roma como prisionero bajo los cargos de iniciar contactos en su período como suffete con Antíoco III, rey del Imperio seléucida, para coordinar esfuerzos en una nueva guerra con Roma.
Los romanos, siempre muy atentos a todo lo que hacía Aníbal, accedieron a las peticiones de los senadores cartagineses y enviaron una comitiva a Cartago con el fin de arrestarlo y llevarlo a Roma. Pero una vez más, Aníbal se adelantó a los romanos y cuando estos llegaron al puerto de Cartago, ya había abandonado la ciudad en dirección al sur, hacia la ciudad de Hadrumento, donde su familia tenía tierras y por ende le era más fácil rodearse de gente leal a él. De todas formas, Aníbal estimó que África ya no era segura mientras los romanos estuviesen detrás de él y tomó un barco que lo llevó hasta la isla de Kerkina (frente a las costas orientales de la actual Túnez). Ahí, abordó otro barco comercante fenicio que lo llevó Tiro, la ciudad fundadora o “madre” de Cartago, donde fue recibido por la población con honores públicos, como si fuese un ciudadano de Tiro (Livio. 33. 49. 5).
La elección de Aníbal de Tiro como el primer lugar donde buscar refugio puede haber respondido al menos a dos factores. El primero y más evidente, es la conexión que tenía la ciudad de Cartago con Tiro al haber sido fundada por colonos tirios en el siglo IX a. C. Cartagineses y tirios tenían un orígen en común y hablaban fenicio (con los cartagineses hablando un dialecto fenicio conocido como púnico). En este caso, las conexiones históricas y culturales entre ambas ciudades son evidentes, por lo que Aníbal, gracias a su reputación en el Mediterráneo, podría asegurarse una buena acogida entre unos tirios ansiosos de ver y reclamar como suyo al general más famoso de la época. Otra razón de su elección yace en el hecho de que para entonces Tiro formaba parte del Imperio seléucida, la única entidad política de la época capaz de hacerle frente al constante expansionismo de Roma.
El rey seléucida, Antíoco III, le dio la bienvenida a Aníbal en su corte probablemente ese mismo año o a más tardar el 194 a. C. en la ciudad de Éfeso, precisamente porque estaba al borde de una guerra con Roma por el dominio de Grecia, y consideraba que sus conocimientos podían ser útiles.
Livio cuenta una historia muy interesante, en la que estando en Éfeso, Aníbal se encontró en las termas de la ciudad con Escipión Africano (el general que lo derrotó en Zama), y juntos compartieron un baño en el que tuvieron una curiosa conversación. Escipión le preguntó a Aníbal a quién consideraba el general más grande de la historia. Su respuesta fue Alejandro Magno. Entonces Escipión le preguntó a quién ponía en segundo lugar, a lo que Aníbal nombró al rey Pirro. Cuando Escipión le preguntó a quién nombraba en tercer lugar, Aníbal lo sorprendió respondiendo que a sí mismo. Intrigado por la respuesta, Escipión le preguntó qué habría dicho si él hubiese sido el vencedor en Zama, a lo que Aníbal respondió que se habría puesto por delante de todos los generales, lo cual Escipión tomó como un halago.
En pocas ocasiones dos de los más grandes generales de la historia, además enemigos ya enfrentados en el campo de batalla, tuvieron una instancia como esta para conversar relajadamente y compartir sus opiniones militares. Fue precisamente a raíz de este encuentro que tuvo Aníbal con los enviados romanos, que habían llegado a la ciudad para discutir cuestiones diplomáticas con Antíoco, que el rey fue alentado por sus más cercanos a sospechar del general cartaginés. Esto nos lleva a otro de los episodios más memorables de la vida de Aníbal: cuando le relató a Antíoco la ocasión en que, siendo solo un niño, su padre le hizo jurar ante el altar de Baal Hamon (una de las principales deidades de Cartago), que siempre sería enemigo de los romanos. Lo épico que ha perdurado aquí es el relato de Aníbal, la imagen de él siendo solo un niño haciendo la solemne promesa a su padre.
Lo particular de este episodio del juramento es que fue narrado por el propio Aníbal, pero en un período tardío de su vida, y en una situación desfavorable en que la corte de Antíoco sospechaba de él por su relajado encuentro con los romanso en las termas de Éfeso, algo que veían con preocupación ante la enminente guerra que se avecinaba con Roma (Liv. 35. 19. 2-5). Este relato del juramento, bien podria haber sido solo un invento de Aníbal para tratar de disipar las sospechas que habían recaído sobre él. De todas formas, cualquier cosa que hubiese dicho sobre Roma, podría haberla sustentado con los hechos. Para quienes lo escucharon ese día, sus palabras sonaron lógicas y las tomaron por ciertas, perpetuando uno de los principales elementos de su leyenda: el eterno odio hacia Roma, y digo leyenda, porque si vamos a los hechos al revisar la vida de Aníbal, encontraremos que hay muchos que no coinciden con la idea de un eterno enemigo de Roma. El propio encuentro entre Aníbal y Escipión en las termas de Éfeso es una de muchas pruebas de que el general cartaginés no sentía un particular odio por Roma, pero eso ya es un tema que da para un ensayo aparte (agendado para el futuro).
Luego de este encuentro con Antíoco, Aníbal parece haber consolidado su posición como asesor militar en la corte seléucida, y en vistas de la incipiente guerra con Roma, se le encargó a Aníbal tratar de establecer una alianza con Cartago. Para esto, Aníbal entrenó a un hombre de Éfeso llamado Aristón, a quien envió a Cartago a tratar de contactar y unificar antiguos apoyadores de su familia, los Bárcidas, para reganar el control del senado cartaginés. Eso le habría permitido a Aníbal volver a su ciudad y forjar una alianza militar entre Cartago y Antíoco en vísperas de su guerra contra Roma. Pero Aristón fue descubierto y expulsado de la ciudad por el senado cartaginés, acabando con cualquier posibilidad de reencuentro entre Aníbal y su ciudad. La oposición anti Bárcida todavía era demasiado fuerte.
La guerra entre romanos y seléucidas estalló en el 192 a. C. Aníbal, jugó un papel cada vez más secundario en la corte del rey como su asesor, pero en el 190 a. C. se le confió una flota con la misión de salirle al encuentro a la flota rodia, aliada de Roma, en la batalla del Eurímedonte (costa sur de la actual Turquía). El general cartaginés, no acostumbrado al rol de un almirante, sufrió una derrota que obligó a su flota a retirarse, dejando algunos barcos capturados por el enemigo.
Ese mismo año, Antíoco envió a Aníbal a Fenicia a supervisar la construcción de una nueva flota. Lo llamó nuevamente a su corte en el verano del 189 a. C., cuando los romanos, en su avance por Asia menor, amenazaban con alcanzar el corazón del Imperio seléucida. El destino de romanos y seléucidas se selló en la batalla de Magnesia, con una aplastante victoria para Roma. Los consejos dados por Aníbal fueron desestimados por el rey y sus demás consejeros, por lo que no tuvo impacto en el desarrollo de la batalla. Por el contrario, el resultado de esta, si tuvo impacto en él, ya que dentro de las cláusulas del tratado de paz impuesto a Antíoco, se encontraba la entrega de Aníbal a autoridades romanas. Sin duda el miedo hacia Aníbal seguía muy vigente en Roma.
Por supuesto, Aníbal no se dejó entregar y prefirió escapar de los dominios seléucidas y buscar acogida en lugares más lejos de la influencia romana. Cornelio Nepote (An. 9-10) reporta que Aníbal tomó junto a sus seguidores un barco que lo llevó a Creta, donde pasó algún tiempo en al ciudad de Gortina. Desde ahí navegó hacia Asia menor, y luego al reino de Bitinia (norte de la actual Turquía), donde fue acogido en la corte del rey Prusias.
Plutarco registra que luego de dejar la corte de Antíoco III, Aníbal buscó refugio en Armenia, donde fue acogido por el rey Artaxias I. En su estadía con el rey, Aníbal habría supervisado la construcción de la nueva capital de su reino, Artaxata (Lucullus. 31. 3-4). Esta versión no coincide con la de Nepote, y por lo general los académicos suelen escoger la versión de Nepote para reconstruir los últimos años de vida del general cartaginés (por la cual yo también me inclino). Como sea, en ambas versiones Aníbal termina siendo acogido por el rey Prusias, donde pasaría sus últimos años y viviría sus últimas glorias como general.
El rey Prusias de Bitinia se encontraba en guerra con el reino helenístico de Pérgamo desde el 188 a. C. Es probable que Aníbal haya llegado a finales de ese año a Bitinia, o durante el año siguiente, y rápidamente se ganó la confianza de Prusias, quien lo puso a cargo de la flota de su reino. En el 184 a. C., la flota de los bitinios, comandada por Aníbal, se enfrentó a la flota del rey Eumenes II de Pérgamo en el mar de Mármara. Cornelio Nepote cuenta que la flota de Pérgamo superaba a la bitinia en número de naves, y para contrarestar esto, Aníbal ordenó a sus hombres instalar catapultas en las cubiertas de sus buques y atrapar serpientes, que abundaban en la región, en ánforas. El plan de batalla era simple, Aníbal se encargaría de señalar la nave del rey Eumenes II, la cual los bitinios debían atacar con todas sus fuerzas a la vez que se limitaban a contener cualquier movimiento enemigo (An. 10).
Cuando ambas flotas se encontraron, Aníbal envió un mensajero en un esquife con una carta para el rey Eumenes. Como todos creyeron que venía para tratar sobre un posible acuerdo de paz, ya que agitaba en su puño una carta que llevaba escrita por Aníbal, le permitieron avanzar y lo llevaron junto al buque del rey. Entonces el mensajero se retiró con rapidez. Eumenes abrió la carta para encontrar escritas burlas hacia él, y mientras se preguntaba por qué Aníbal había hecho, la flota bitinia se le vino encima. El buque insignia de Eumenes, señalado por el mensajero, fue hundido. El rey logró escapar mientras su flota era atacada con disparos de catapultas. Los proyectiles eran ánforas que reventaban sobre las cubiertas y marineros enemigos, esparciendo las serpientes por doquier. Enfrentados a esta amenaza, los marineros de Pérgamo no pudieron hacer mucho ante los embates de los bitinios. Muchos abandonaron sus buques para quitarse la amenaza de las serpientes, otros fueron hundidos. Esa fue la última victoria de Aníbal como general. Una última y pequeña obra maestra que nos deja tintes de su genialidad.
Esta victoria también supuso una desgracia para Aníbal, pues Eumenes, aliado de Roma, alertó al senado de su derrota y quien había sido el causante de esta. Para los romanos, quienes sentían un particular miedo por el general cartaginés producto de su invasión de Italia, ver que Aníbal seguía activo y capaz como demostraba su más reciente victoria ante Eumenes, era algo intolerable. Cornelio Nepote cuenta que en el año 183 a. C. enviaron una embajada a Bitinia con el fin de capturar a Aníbal. El rey Prusias se negó a entregar personalmente a Aníbal, pero les dijo a los romanos donde estaba residiendo. Cuando los romanos llegaron a la villa en que vivía el ya legendario general cartaginés, un niño se percató de la presencia de soldados romanos y corrió a darle aviso. Cuando Aníbal tuvo la certeza de que no había ninguna vía por la que escapar, tomó un veneno que siempre traía consigo y murió, evitando darle el gusto a los romanos (An. 12-13).
Ese fue el fin de Aníbal, el gran general cartaginés, y a mi gusto, el general más grande de todos los tiempos. La existencia de una tumba de Aníbal da cuenta de que los romanos respetaron su cuerpo, ya fuese en la forma de permitir a sus hombres que le presentasen las exequias funerarias, o haciéndolo ellos mismos (como el mismo Aníbal hizo con muchos de los generales romanos que derrotó), pero la primera opción parese más plausible. Lo cierto es que la tumba de Aníbal fue un lugar conocido durante la Antigüedad, se encontraba cerca del pueblo de Libyssa y sobrevivió durante varios siglos, incluso siendo sometida a una restauración en el reinado del emperador Severo (293 - 211 d. C.). Aurelio Víctor constata la existencia de la tumba más de ciento treinta años después de la restauración de Severo, en la cual aun se podía leer la inscripción (De vir. ill. 43):
Hannibal hic situs est – En este lugar está Aníbal
Así como los romanos odiaron y temieron a Aníbal, también lo admiraron, y con su muerte y el paso del tiempo fue la admiración la que comenzó a prevalecer en la visión que se tenía del general cartaginés. Cicerón, reflexionando sobre la vida de Aníbal, parece sorprenderse de que a pesar de todos sus logros haya terminado siendo despreciado por su propio pueblo, y luego admirado por los propios romanos (Pro Sestio, 68. 142). La existencia de esa tumba, es una prueba del respeto y admiración que se sentía en el mundo romano por la figura del general cartaginés, el más grande enemigo de Roma.
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